Los retales de mi alma
los voy almacenando en el pedestal de tierra
que cobija mis tesoros más queridos:
esos pedazos de experiencia que tejen mi aliento vital.
Allí, en lo privilegiado de mi mirada
acuno lo profundo de mi existir.
Dos luceros en forma de fuego
activan las memorias allí guardadas;
despiertan alborotadas a peinarme las trenzas
que tejo en mis entrañas,
cuál melena salvaje, libre, indomable.
Cuando ritualizo el encendido de este espacio sagrado,
mis peticiones son las voces de los astros,
la esencia de las nubes,
el brillar de las estrellas,
la transparencia de las aguas que inundan mis párpados abiertos.
El fuego ilumina mis deseos
y transmuta los miedos y las dudas
en aleteos de colibrí;
rápidas ráfagas de viento que sacuden mi pecho hasta hacerlo estallar por dentro.
Las llamas arden atrayendo mis plegarias.
Una comunión entre mis rezos y tu caldero
que recibe, en entrega profunda,
los destellos del fuego de mi vera.
Nuestras miradas se funden en ese instante,
y aunque la distancia que nos separa no sea sólo física,
mi altar está puesto al servicio:
al cuido de mis hermanas mujeres,
al cuido de mis hermanos hombres,
al cuido de lo Divino y lo Terrenal,
al cuido de la Vida.
Altar.
Altar prendido.
Altar en modo ON.
